Derechos de Cuidado Urbano II: Campo

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Nuestra descripción de lo urbano podría llevar a un cierto desaliento. La ciudad se hace en base a la propiedad de –el suelo- de la misma y a unos pocos instrumentos legales que la trascienden, pero que no cuestionan las lógicas economicistas imperantes. Todo ello dejando fuera numerosas vindicaciones urbanas que se subsumen bajo el grito voluntarista del Derecho a la Ciudad. ¿Qué podemos hacer ante tamaña asimetría? ¿Solo queda la resignación y el “sálvese quien pueda”?  ¿O la lucha partisana sin cuartel contra un establishment bien organizado? ¿La pataleta dialéctica? ¿La acción subversiva? ¿La indiferencia?…

Fijémonos por un momento en el suelo no estudiado, en el resto del suelo. Lo que no es ciudad, lo no-urbanizable: el campo –más del 70% del territorio-. Veamos qué sucede en el suelo que no es ciudad y qué lógicas imperan en el mismo, de forma que podamos establecer una relación entre ambos directamente transferible –al hablar del mismo medio en base a su continuidad geográfica-. En el campo también se dirimen las disputas, los disensos y los conflictos que entre los distintos derechos se producen, y otros sistemas de normas se aplican sobre ellos a la hora de que dicho suelo contribuya a la productividad, el progreso y el sostenimiento de su población en base a bienes y servicios –no sólo hacia su propia población sino hacia las ciudades también-.

El campo –su suelo- también posee una multiplicidad de funcionalidades que hacen de éste un recurso clave en el funcionamiento natural y antropizado del medio. El suelo rural es productivo, ya que mediante su cultivo –cuidado- y desarrollo podemos obtener de él todos los productos que la agricultura, la silvicultura y la ganadería nos ofrecen. También otras prácticas productivas implican su explotación, como las canteras, las infraestructuras, las presas, el fracking, los aerogeneradores y paneles solares y un sinfín de prácticas que necesitan de recurso territorio o explotan la riqueza de su humus superficial, su exposición al viento y el sol o su subsuelo. Las diferentes condiciones que se dan en el campo hacen de cada tipo de suelo y territorio un posible recurso potencial productivo. Si nos fijamos en la productividad agrícola existen territorios muy fértiles y propicios –por su edafología y condiciones climáticas- a producir varias cosechas al año. Otros suelos considerados poco productivos –a nivel agropecuario- pueden tener potentes regímenes de vientos que sean susceptibles para la instalación de campos eólicos, o que sus entrañas posean gas esquisto que pueda ser extraído por fractura hidráulica.

Y claro, en el campo, y entre la gente del campo, las lógicas imperantes no son –como es previsible- muy diferentes de las de la ciudad. Los propietarios de terrenos agrícolas trabajan para que sus tierras sean lo más productivas posibles y que, a su vez, puedan obtener los mayores beneficios posibles, sin que por ello se descarte la preocupación obligada por la sostenibilidad del medio circundante y la posible contaminación, sobre-explotación o agotamiento de los recursos que sostienen sus actividades profesionales y vitales. De esta forma las tierras más productivas estarán más cotizadas que las poco productivas, aunque esto solo pueda valorarse en base a cómo conocemos el recurso en la actualidad –su uso habitual, visible y conocido-. Por el contrario, las tierras menos productivas harán que sus propietarios se vean inmersos en una mayor escasez –o menor abundancia- debiendo tender a mejorar sus tecnologías, adquirir más tierras, mejorar la productividad o encontrar fuentes complementarias retribuidas para su sostenimiento.

Y al igual que en la ciudad la funcionalidad productiva-economicista no es la única –aunque sí la hegemónica- sino que otros factores inciden la gestión territorial del campo. El campo supone el paisaje de un territorio, de un país. Cumple importantes funciones medioambientales como el fomento de la biodiversidad, la lucha contra la erosión, la fijación de CO2 y la producción de oxígeno, su capacidad de regulación térmica, su función en el ciclo del agua y sus reservas acuíferas, etc. Incluso en la lógica productiva el campo es fundamental para la producción de alimentos –la soberanía alimentaria de un territorio o país-, el mantenimiento de la cadena trófica, la conservación del paisaje, la producción natural y ecológica, etc. Esta relación entre la productividad de la tierra agrícola y su multifuncionalidad corre pareja a una gran política –económica- de la Unión Europea: La Política Agraria –o Agrícola- Común –o Comunitaria-. La PAC.

La PAC se creó a lo largo de los años 50 en Europa a raíz de la finalización de la II Guerra Mundial[1]. El período de posguerra se caracterizó por una tremenda hambruna debido a la devastación que supuso el conflicto, la falta de inversión y desarrollo del campo y su poca productividad, que hicieron que no hubiese producción alimentaria suficiente para la población afectada y por tanto carencias de primer orden. La priorización de inversión comunitaria en el campo y su agricultura con el fin de modernizarla y volverla productiva para paliar los déficits alimentaros de la población constituyó de facto la primera política comunitaria –algunos defienden que la propia creación de la Unión Europea fue gracias a la PAC-[2]. Durante los primeros años de puesta en marcha el campo se modernizó y las explotaciones realizaron grandes inversiones que permitieron un rápido aumento de la producción agropecuaria que permitió a la Unión una soberanía alimentaria y la garantía de provisión de alimentos para la población existente. Una vez superada la primera fase la producción siguió aumentando  de forma inexorable por lo que comenzaron a producirse excedentes alimentarios que la población no podía asumir. Estos excedentes –aumento de la oferta efectiva  sobre la demanda efectiva- afectó a los precios del género devaluándolos, por lo que revertía en un empobrecimiento de las explotaciones y los trabajadores y propietarios del campo. Así surgieron las cuotas alimentarias –topes de producción como en el sector lácteo- o cuotas por regiones y territorios –como las cuotas pesqueras asignadas a cada país-.

El trascurso de recuperación de la producción alimentaria a la gestión de los excedentes ha tenido que armonizarse con la inclusión de la agricultura en la economía de mercado, la apertura de fronteras, el libre comercio, el proteccionismo y la cuestión de la soberanía alimentaria. Europa ha ido introduciendo más estándares de mayor implicación en la calidad, gestión y tratamiento de los productos agrícolas y ello ha hecho que el sistema de producción europeo esté más regulado, normativizado y controlado que en otras zonas productoras. Al existir un libre comercio global de mercancías los productos agrícolas producidos en las periferias europeas hacen que los productos propios pueden volverse menos competitivos debido a las regulaciones y estándares existentes en el seno de la unión –laborales, fiscales, de calidad y trazabilidad, medioambientales…- mientras que en otros lugares con regulaciones más laxas o menos exigentes pueden darse costes repercutidos menores que hacen más competitivos sus productos. Esto podría provocar que la alimentación europea se importase de fuera en base a criterios estrictamente económicos –de mercado-. No obstante la PAC entendió como capital el que la agricultura comunitaria no dependiese de la competencia de precios debido a su condición estratégica –soberanía alimentaria- y la multifuncionalidad del suelo –cuidado del suelo, paisaje rural, medio ambiente, fijación de población…-.

De esta forma la PAC, cuya política principal ha sido la distribución de recursos y ayudas al campo, pasó de priorizar la productividad de la tierra a otra serie de cuestiones multifuncionales en la actualidad. Si bien en un principio, y debido a la situación del campo, la PAC invirtió casi únicamente en el aumento de la productividad de la tierra, y ofrecía ayudas en función de la productividad de la misma, en los últimos años se ha aplicado un desacoplamiento de las ayudas a la productividad, introduciendo criterios de sostenibilidad, ecológicos, de relevo generacional y fijación de población y de complemento a las rentas de los trabajadores del campo.

Estas ayudas suponen, por tanto, un reconocimiento al trabajo que realizan los agricultores europeos en el cultivo de la tierra y el paisaje de la región siendo, además, una política común que destina gran parte de los recursos de la propia Unión (casi el 50% del presupuesto) y que ha sufrido constantes revisiones para ir adaptando dichas políticas a las realidades existentes. No obstante estas políticas no han dejado de tener problemas estructurales y externalidades nocivas para el resto de agriculturas periféricas. Por una parte la subvención directa a la alimentación europea, que ha ido indirectamente a la mejora de los sistemas de producción e inversión en maquinaria y diversas técnicas en pos de la eficiencia y racionalización, ha hecho que la producción sea cada vez mayor, y por lo tanto ha ido aparejada a una bajada progresiva de los precios de las materias agrícolas. Esto ha supuesto un dumping[3] social, al competir con los productos importados de las economías periféricas, que han tenido que luchar con precios más bajos para permitir el acceso de sus productos en el mercado europeo, con el consiguiente empobrecimiento de sus productores. Por otro lado los grandes propietarios de tierras –terratenientes, grandes empresas de alimentación y distribución, etc.- han visto cómo trabajando sus propiedades han recibido grandes cantidades económicas gracias a las ayudas previstas para ello. Finalmente cabría destacar el fraude existente- de manera más o menos extendida- que posee múltiples variables, como la inclusión de tierras de labor impropias –espacios como aeropuertos, campos de golf…- la mínima labor de las tierras o el “trafico” y mercado de derechos.

Sea como fuere lo que nos parece relevante en la PAC es que su funcionamiento implica algunas lógicas muy diferentes a las que encontramos en el discurso hegemónico que se dan en la ciudad, los gobiernos o la propia Unión Europea. Y es aquí dónde encontramos que otra forma de operar es viable en base a criterios distintos a los planteados por las lógicas unidimensionales de los mercados financieros. La Política Agraria Comunitaria posee unas dimensiones que podrían considerarse “anatema” en cualquier discurso o práctica convencional de libre mercado, y sin embargo existen y están más vigentes que nunca. Entre dichas lógicas caben destacar:

 1) Condicionalidad. Supone la inclusión de planificación y coordinación del sistema y reglas específicas de obligado cumplimiento.

2) Actividad. La generación de derechos –remunerados- en base al trabajo y la actividad agraria y no a la propiedad sin trabajo.

3) Desacoplamiento. El desacoplamiento de las ayudas a la productividad –y la inclusión de criterios no economicistas-.

El primer punto que nos interesa desarrollar versa sobre la planificación del sistema de la PAC lleva a la propia producción agrícola de toda la región. Famosa es la frase “los agricultores plantan mirando al BOE”. Efectivamente la PAC determina aquellos cultivos, zonas y regiones que son susceptibles de recibir las ayudas planteadas, así como las técnicas, prácticas y obligaciones que se deben cumplir para acceder a las ayudas, y esto no permite una total libertad. Este conjunto de normas es lo que se denomina la condicionalidad y tiene que ver con un conjunto de buenas prácticas, tipos de cultivos, mejoras técnicas y sensibilidad medioambiental que condiciona la recepción de las ayudas a la ejecución de las mismas[4]. Cada agricultor debe cumplir una serie de preceptos bien definidos para poder tramitar la PAC y así recibir las ayudas. Y ello implica los cultivos que puede desarrollar, el porcentaje de tierras en barbecho, las rotaciones, etc. En este sentido un agricultor tiene un margen de elección dentro de las tierras que trabaja en base a una familia de cultivos –trigo, cebada, centeno, girasol, guisante…para una tierra de secano por ejemplo- y los preceptivos barbechos –un 30% rotatorio-. Dentro de dicho esquema el agricultor demostrará su contribución y podrá recibir las ayudas.

Dicha condicionalidad esta coordinada y centralizada desde Bruselas con la participación de cada estado miembro[5]. Así toda la región europea demarca cada una de las regiones productivas y establece los cultivos “subvencionables” en cada lugar, permitiendo controlar la labor y producción de cada espacio agrícola y su tipo de plantación o explotación ganadera. Esto recuerda a los planes quinquenales soviéticos, en los que la producción agrícola estaba planificada y centralizada y cada región producía una determinada familia de productos agrícolas que se comercializaban en el interior de la federación. En el caso europeo vemos como todo el territorio está subdividido y categorizado por regiones y cómo cada una de ellas es susceptible de producir determinados productos en base a la planificación centralizada y condicionada por las autoridades competentes. Existe libertad, sí, ya que cada agricultor puede plantar o producir lo que desee, pero en la práctica nadie “se sale” de las plantaciones subvencionables con la consiguiente pérdida de ayudas económicas, y por tanto la PAC establece de facto la producción planificada de la Unión.

El segundo punto capital de la PAC es la actividad en el campo y la labor de las tierras. El destinatario de las ayudas de la propia Política Agraria es el agricultor en activo, y éste no es otro que la persona que trabaja el campo –sea o no sea el propietario de las tierras-. Esto supone una lógica muy disruptiva –a nuestro modo de ver- ya que prima el trabajo sobre la propiedad y otorga derechos remunerados a la persona que realiza las labores productivas y de mantenimiento del paisaje y medio ambiente por encima del propietario de dichos terrenos.

En la práctica podemos encontrar múltiples situaciones en las que se dan las relaciones entre el propietario y el trabajador de la tierra. En muchas ocasiones ambas personas son la misma: el propietario de una tierra es el mismo que la trabaja y por tanto el mismo que recibe las ayudas y la producción de la tierra. A partir de ahí el propietario puede arrendar una tierra a un trabajador y es éste último el que debe realizar los trabajos en la misma y tramitar las ayudas de la PAC –que luego repercutirá parcial o totalmente en forma de arrendamiento al propietario-. También existen casos en los que el propietario contrata servicios externos para la labor en la tierra que abona convenientemente para poder tramitar las ayudas.

Pero lo que es capital es que las ayudas de la PAC no se reciben por el mero hecho de ser propietario de las mismas. Las ayudas van destinadas a la persona que trabaja y cuida la tierra –sea propietario o no-. De esta forma se premia el trabajo de la tierra, la labor de la misma para hacerla productiva, el mantenimiento de su suelo, la limpieza de sus lindes, acequias, pastos, bosques, matorrales…la rotación de cultivos, el barbecho, etc. Esto hace que las ayudas no premien la acumulación de tierras o el simple hecho de ser titular de las mismas –y por tanto especular con la mera propiedad- sino que el derecho de trabajo prevalece y es el destinatario de dichas ayudas y por tanto los propietarios que no trabajen la tierra no tendrán ayudas mientras que un trabajador sin tierras en propiedad podrá recibir ayudas –si arrienda dichas tierras y las trabaja-.

El último de los puntos hace referencia al denominado desacoplamiento[6], es decir, el percibimiento de ayudas sin tener en cuenta la productividad del agricultor. En este caso el desacoplamiento fue forzado, de alguna manera, para evitar el dumping que se producía al premiar el crecimiento de la productividad agropecuaria, la aparición de excedentes, la bajada de precios, las prácticas subvencionadas contrarias a las prescripciones de la OMC y la aparición de cuotas y prácticas anticomerciales.

De esta forma la UE se compromete a cambiar el esquema de ayudas desacoplándolo de los volúmenes producidos para no incentivar la producción y los consiguientes desequilibrios comerciales y de otra índole. Así las ayudas pasan directamente al agricultor como un complemento a su renta a cambio del resto de funciones que cumple al margen de la productividad.

Este esquema permite a cada agricultor componer su renta de las dos variables principales: las ayudas y la propia producción de sus tierras y ganados. La proporción y correlación de estas dos variables es muy dispar, y varía entre los escenarios donde porcentajes son similares hasta porcentajes residuales en función del tipo de ayudas y su cuantía y sobretodo de la calidad y productividad de la tierra. Así encontramos cómo para un año convencional –a nivel de climatología- en regiones muy cercanas como el Campo de Gómara, en Soria, con tierras de buena calidad y productivas –cereal extensivo- las ayudas pueden suponer cerca de un 5%-10% en relación a la renta obtenida por la venta de su producción, mientras que un poco más al sur –en la Vega del Jalón- donde la tierra es más pobre y poco productiva y las ayudas pueden suponer el 30%-40% del total de la renta anual percibida por el agricultor, siendo la restante la propia producción obtenida. Esto en condiciones normales, ya que cada ejercicio la variación es imprevisible –lluvia, sequía, granizos…- y existen otros mecanismos que amortiguan dichas fluctuaciones –seguros agrarios, fondos y reservas, especulación en la venta de la producción, etc.-

El desacoplamiento de la ayuda, pensado en un principio para complementar la –insuficiente- renta del agricultor, se combina con su producción para igualar el trabajo del campo al equivalente en la ciudad, dignificar las condiciones de trabajo, la calidad de vida y el poder adquisitivo de los mismos y evitar que todo su salario esté condicionado al progresivo aumento de productividad y la eficiencia para obtener mayores rentas.

Esto en la práctica se cuestiona ya que, a pesar de que las ayudas permitan un cierto “relajamiento” en la necesidad de rentas obtenidas directamente por la producción, no por ello estas ayudas influyen de forma indirecta en la mejora y aumento de productividad, ya que ello contribuye al crecimiento de la renta del agricultor, y por tanto de su nivel de vida. Así ocurre que en la práctica unas ayudas destinadas a la renta se trasfieren con frecuencia a la inversión directa en maquinaria, infraestructuras  y sistemas de mejora de la eficiencia de los trabajos agrícolas repercutiendo en una mayor productividad de la tierra y por tanto representando ,en la práctica, una ayuda –indirecta, eso sí- a la producción.

Examinemos estas tres cuestiones planteadas en el ámbito de las políticas urbanas y de las políticas económicas en general –hasta de la filosofía política liberal nos atreveríamos a decir-.

La primera lógica, la planificación territorial y sectorial, coordinada y hasta centralizada, supone una política cuanto menos “regresiva” con respecto a muchas lógicas imperantes y unidimensionales establecidas. La política económica neoliberal busca desesperadamente el famoso laissez faire: una progresiva desregularización de los mercados en los que el estado y los distintos gobiernos y administraciones tengan un papel menor –o irrelevante- en la gestión de la economía, permitiendo un espacio libre de fronteras y controles para los capitales financieros, estableciendo mayor flexibilidad en los mercados de trabajo, priorizando las negociaciones entre empresas y trabajadores frente a convenios colectivos o legislaciones laborales unificadas, descentralizando las políticas de forma progresiva con mayor desarmonización entre las mismas, etc.

Cualquier voz en contra de esta lógica y que apunte a una condicionalidad, control y planificación[7] es tachada de retrógrada, antidesarrollista, regresiva, empobrecedora y asociada a antiguos regímenes con economías planificadas. No existen posibles alternativas a dicha desregularización sin ser situado cercano a economías autárquicas, a prácticas  subversivas de nacionalización o intervención excesiva en la propiedad privada o el mercado, -en el mejor de los casos- y acusado de entorpecer el desarrollo económico y evitar el crecimiento necesario para reducir las tasa de desempleo o de establecer numerosas e innecesarias trabas burocráticas y regulatorias que afectan a las cuentas de resultado del empresas y entidades, con la consiguiente pérdida de competitividad nacional y sectorial, la pérdida de ingresos vía tributaciones y el rechazo a la inversión y la pérdida de puestos de trabajo.

Este discurso monolítico, aplastante y bien lubricado por intereses varios es difícilmente encarable desde otras lógicas creativas, que no supongan recuerdos del pasado, utopías irrealizables o prácticas existentes de escaso recorrido. Pero la PAC es un perfecto Caballo de Troya para ello. La PAC supone una política “real”, actual y existente que emana de la propia Unión Europea –poco sospechosa de situarse lejos del liberalismo- y que coexiste con el discurso hegemónico. La PAC es una política común a todos los países, es una política absolutamente planificada, que establece las cuantías, presupuestos, ayudas y destinatarios, que define las regiones productivas, que demarca los productos agropecuarios a producir, que monitoriza y controla dichas ayudas y que las modula para incidir sobre el mercado, los precios de las materias y las rentas de los agricultores de manera permanente, decisiva y colegiada.

¿Qué ocurre con el segundo punto en la ciudad? Tenemos numerosos ejemplos de ayudas directas a las rentas vía retribuciones y ayudas directas –ayuda al desempleo, jubilación, maternidad, dependencia, incapacidad, enfermedad…- así como indirectas hacia las personas. Pero el hecho es que, como describíamos en la primera parte, la propiedad es uno de los fines –sino el principal- de las aspiraciones de muchas personas, empresas y entidades, que ven como la propiedad se sacraliza en la propia constitución, que la función social[8] de la misma es muy subsidiaria y cómo la especulación de la misma produce grandes plusvalías. Las rentas del trabajo suelen ser menores, estar más gravadas y más controladas que el patrimonio y las rentas del capital. El trabajo supone un esfuerzo diario, un cuidado permanente, una dedicación vital como proyecto que en el caso de la propiedad puede encontrarse asociado a la herencia u otras formas de obtención más pasivas –a pesar de que la propiedad es el objeto finalista en muchas ocasiones de las rentas del trabajo-.

De ninguna manera pretendemos aquí restarle legitimidad al concepto de propiedad y ésta es un objetivo absolutamente loable para cada uno de nosotros pero al igual que la economía colaborativa y las nuevas tecnologías han cuestionado el concepto de propiedad por la obtención y comercialización de servicios la propia PAC contrarresta el peso de la propiedad –de la tierra- frente al servicio –el trabajo de la misma- a través de sus ayudas. Lo importante –teóricamente, aunque existe mala praxis como en todo- es trabajar la tierra, no tenerla. Y esta premisa, tan sencilla como brutal, contraviene las lógicas imperantes de la condición prepolítica de la propiedad y la dificultad de trascender la misma para operar sobre ella –como describíamos anteriormente-.

La necesidad de obtener las ayudas de la PAC pasan por contratar o arrendar a alguien que trabaje –este en activo-, y que por tanto sea destinatario de las mismas. No basta con ser propietario, hay que trabajar la propiedad. Imaginemos esta premisa en lo urbano. Imaginemos que se obtuviesen ayudas por el trabajo de la propiedad, por la función social de la misma, más allá del hecho de ser propietario. Las ayudas existentes a la compra de la primera vivienda, en la que existía un tope de desgravación de la misma en la renta de las personas físicas introducía la función social en dicho concepto de propiedad, ya que sólo la primera vivienda, es decir, aquella en la que estabas empadronado y dónde vivías era susceptible de recibir una ayuda en forma de menor imposición a la renta del ciudadano –evitando que se recibieran ayudas por segundas residencias o viviendas como bienes de inversión y/o especulación-. No obstante esta ayuda se centra –de nuevo- en el régimen de propiedad, ya que no existía la correspondiente ayuda en regímenes de no-propiedad –alquiler-. Las personas que dotaban a una vivienda de su función social –habitarla- solo recibían una ayuda si la compraban –propiedad- pero no al arrendarlas, por lo que el sistema no solo sacralizaba constitucionalmente la propiedad sino que premiaba, dirigía y estrechaba –junto a la facilidad de crédito, la imposición tributaria, la falta de políticas de vivienda pública en alquiler, el mercado en propiedad y el relato cultural…- la opción de propiedad frente a otras –con la misma función social-.

Finalmente el último punto se nos antoja –a nuestro gusto- demoledor. ¿Quién en nuestros días osaría a premiar a los ciudadanos independientemente de su productividad? La productividad y el crecimiento son los mantras de nuestro sistema y de nuestra época. Sin ellos sólo cabe una caída inexorable de nuestra calidad de vida y nuestro sistema tal y como lo entendemos. Todos los esfuerzos públicos, empresariales y laborales se centran en la mejora de la competitividad, la eficiencia y la productividad para que todos podamos vivir mejor –“y ser un poquito más felices” nos dicen-. La caricatura establece que el problema del precio de la luz no es que ello repercuta en el posible impago de las familias sin recursos –pobreza energética- sino que repercute en los costes indirectos de producción industrial haciéndonos menos competitivos que nuestros vecinos europeos. Innumerables empresas y organizaciones reivindican el ajuste de salarios no ya a la inflación –que puede ser superior al crecimiento en momentos puntuales como los acaecidos en la crisis económica- sino a la tasa de crecimiento y productividad de la empresa. La sociedad se plantea si es óptimo el alargamiento de la edad de jubilación no frente al necesario relevo generacional que provea trabajo y proyectos de vida para los jóvenes sino por la poca productividad de las personas mayores frente a los jóvenes. Las infraestructuras, transportes, becas y demás son examinados no desde lógicas vertebradoras territorialmente, justas socialmente o como provisiones de equidad social y territorial, sino bajo las previsiones en sus rendimientos –número de pasajeros, calificaciones, retornos de explotación…-

La Renta Básica Universal, algo tan utópico, debatido, polémico, problemático y subversivo es la trasposición perfecta de las ayudas desacopladas de la PAC. Y estas ayudas YA existen. Y no, no han hecho que los agricultores se queden en casa, descuiden sus quehaceres, vivan de los demás o no produzcan. Ese es el discurso que se plantea en contra de la Renta Básica: que es insostenible, que hará que la gente no trabaje, que se acomode, que la tasa de paro aumente, que unos vivan de los otros. No hace falta hacer política ficción, ni buscar en algún país nórdico alguna experiencia similar: la Política Agraria Común reparte anualmente alrededor de cincuenta mil millones de euros en ayudas desacopladas a los agricultores europeos y estos los invierten en la mejora de sus equipamientos, infraestructuras, bienes y sostenibilidad vital, mejorando sus condiciones y las del campo, aumentando de facto la productividad –aun no siendo ese el objeto de las ayudas- y cuidando un sector estratégico y capital en nuestras vidas –soberanía alimentaria, paisaje, medio ambiente, calidad del aire, fijación del CO2, etc.-

La Renta Básica Universal puede encontrar en la PAC cómo ser una política real, adecuada, funcional, desacoplada de la productividad pero que, sin embargo, ayude indirectamente a ella dotando de seguridad, tranquilidad y cobertura a los ciudadanos.

Mirar al campo y a su Política Comunitaria nos permite ver cómo se puede planificar la ciudad, cómo se puede contribuir al trabajo y al cuidado urbano más allá de la propiedad y cómo se puede dotar de apoyos a los ciudadanos sin limitarse a su titularidad o estatuto de propiedad, de su productividad, por el mero hecho de cuidar la ciudad y practicarla.

Fijémonos en el campo y aprendamos de él, como siempre hemos hecho, para mejorar nuestros espacios urbanos.

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[1] Fritz T. Globalizar el hambre. impactos de la política agrícola común (PAC) y de las políticas comerciales de la UE en la soberanía alimentaria y los países del sur. España: ACSUR-Las segovias, Ecologistas en Acción, Plataforma 2015, Plataforma Rural, Veterinarios sin Fronteras, Asociación Trashumancia y Naturaleza; 2015. “Desde su creación en 1962, la PAC es la primera política unitaria de la Unión Europea, y aún hoy supone el 40% de su presupuesto total. En la Europa de posguerra, sus objetivos iniciales fueron incrementar la productividad agraria; garantizar un nivel de vida equitativo a la población agraria; estabilizar los mercados; y garantizar el autoabastecimiento de la URE a precios razonables para el consumo.” P 4

[2] Ibídem. “Desde los comienzos de la integración europea, la agricultura constituyó un componente fundamental del proyecto político que llevaría a la Unión Europea actual, con sus 27 miembros.  El Tratado de Roma por el que se instituyó la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957 no sólo establecía un Mercado Común, es decir una unión aduanera que desmantelaría progresivamente los aranceles que gravaban el intercambio de bienes entre los seis países fundadores, sino una Política Agrícola Común. Europa Occidental luchaba entonces por superar la escasez de alimentos resultado de la devastación provocada por la Segunda Guerra Mundial.” P 24

[3]Ibídem.  “Los excedentes retirados del mercado debían ser almacenados, o se exportaban a terceros países. Los fondos de la PAC no sólo cubrían los costes de almacenamiento, sino también las subvenciones a la exportación, que compensaban a los exportadores por la venta de sus productos en los mercados mundiales, donde los precios eran mucho más bajos que en el mercado interno.” P 25

[4] Comisión Europea. La política agrícola común (PAC) y la agricultura europea: Preguntas frecuentes. http://europa.eu/rapid/press-release_MEMO-13-631_es.htm. Updated 26 de junio de 2013. Además, el conjunto de las ayudas directas se pagan exclusivamente a condición de observar una serie de estrictas normas en materia de medio ambiente, seguridad alimentaria, sanidad animal y vegetal, bienestar de los animales y, en general, de mantenimiento de las tierras en buenas condiciones de producción. Es lo que se denomina la «condicionalidad». En caso de incumplir estas normas, se pueden suspender los pagos e imponer sanciones al agricultor.

 [5] Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino.  Real decreto 486/2009 http://www.boe.es/boe/dias/2009/04/17/pdfs/BOE-A-2009-6414.pdf. Updated 3 de Abril 2009. “Real Decreto 486/2009, de 3 de abril, por el que se establecen los requisitos legales de gestión y las buenas condiciones agrarias y medioambientales que deben cumplir los agricultores que reciban pagos directos en el marco de la política agrícola común, los beneficiarios de determinadas ayudas de desarrollo rural, y los agricultores que reciban ayudas en virtud de los programas de apoyo a la reestructuración y reconversión y a la prima por arranque del viñedo.”

[6] Fritz T. Globalizar el hambre. impactos de la política agrícola común (PAC) y de las políticas comerciales de la UE en la soberanía alimentaria y los países del sur. España: ACSUR-Las segovias, Ecologistas en Acción, Plataforma 2015, Plataforma Rural, Veterinarios sin Fronteras, Asociación Trashumancia y Naturaleza; 2015. “En resumidas cuentas, el proceso de reforma de la PAC en las últimas dos décadas se ha caracterizado fundamentalmente por una “transformación de las subvenciones a la producción en apoyos directos al productor”, en palabras de la propia Comisión Europea. […] La reforma MacSharry introdujo cambios para transformar el apoyo vía precios en pagos directos vinculados a la producción (basados en la superficie cultivada o el número de cabezas de ganado), mientras que la reforma de 2003 supuestamente “desacopló” estos pagos de la producción introduciendo el Régimen de Pago Único.” P 31

[7] Lora-Tamayo Vallvé M. La EUropeización del territorio. Madrid: Dykinson; 2013. “En efecto DECLERIS entiende que los rasgos que caracterizan el desarrollo de los asentamientos humanos en la era post industrial son dos: a) la multiplicación y el crecimiento de las ciudades b) la dispersión incontrolada de los asentamientos y la actividad edificatoria con el coste de los ecosistemas sensibles como son los bosques, costas, pequeñas islas y montañas. Es interesante apreciar como estos dos rasgos aparecen íntimamente relacionados en el sentido de que cuanto peor es el medioambiente urbano de ciudades que crecen constantemente, mayor es el número de personas que escapan temporalmente buscando un ambiente más agradable. Aunque existan otros factores que influyen en la multiplicación de los asentamientos como el aumento de la oferta de los servicios turísticos. Poco se ha hecho hasta el momento para intentar controlar estas dos características. Muy poca gente ha abordado el tema fundamental del límite de crecimiento de las ciudades, la mayor parte de los estudios realizan una previsión genérica de que en un futuro no muy lejano el 50% de la población vivirá en ciudades, especialmente en los países desarrollados, pero muy pocos son conscientes del peligro del adelgazamiento de los ecosistemas sensibles. Las ciudades han sobrepasado con creces su propia capacidad y también la de los ecosistemas que las soportan, de forma que la incursión dispersa en los ecosistemas sensibles y el apoyo tecnológico que se requiere para llevarla a cabo ha comenzado a mostrarse en una inevitable y extensiva destrucción (incendios, inundaciones…).” P18-19

[8] Carrasco Perera Á. Derecho civil. Quinta Edición ed. Madrid: Tecnos; 2016:420. “El artículo 33 CE garantiza, como sabemos, el derecho de propiedad, añadiendo que su contenido queda “delimitado” por la función social de estos derechos “de acuerdo con las leyes”. La CE garantiza la propiedad privada como todo derecho patrimonial en el más amplio sentido. Lo garantiza como institución y como derecho individual. […] La función social delimita el contenido del derecho. P 301

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